Los animales se
encuentran seguros dentro del capullo protector de su ambiente. Mas he aquí que
nos encontramos con un ser carente de un capullo semejante pero dotado de una
fuerza cerebral inigualable: el ser humano.
Recientemente tuve una
clarificadora experiencia con un grupo de personas que asistían a un programa
de formación para futuros microemprendedores. Durante el mismo, me encontré en
serias dificultades para que los asistentes llevaran a cabo tareas que
perfectamente podríamos calificar como básicas (en el sentido etimológico del
término).
Una de ellas era conseguir que
pudieran hablar entre ellos. Digo bien, hablar entre ellos. Otra de ellas fue
que pudieran generar “productos terminales” de una cierta originalidad (-término
mercadotécnico éste que los pedagogos utilizan para designar los trabajos
prácticos que los alumnos presentan para rendir cuentas, y que, en el particular
caso de este programa, les servían además para avanzar en su proyecto
profesional o empresarial-).
A partir de un determinado
momento (más pronto que tarde -la experiencia también ayuda a ser más rápido e
incisivo en los diagnósticos-) fui siendo consciente de las causas que originaban
estos comportamientos. En el primero de los casos –que no hablaran entre ellos-
era la consecuencia directa de que permanecían –y no sé si es que también
decidían permanecer- tan absortos ante la pantalla de su ordenador que
literalmente se olvidaban de que a su lado había otras personas con las que
seguramente valía la pena departir.
En el segundo caso –no ser
capaces de generar productos con una cierta originalidad- la clave volvía a
estar de nuevo en la pantalla. La pretensión inicial de la mayoría era poder
encontrar en Internet la solución a los retos planteados (aclaro con ejemplos de
qué tipo eran estos retos: desarrollar un briefing y un plan de comunicación, o
redactar un texto tipo “quiénes somos” para incluir en la web corporativa).
Ante este panorama, la solución
empezó a fraguarse en el momento en que decidí sacar a los asistentes de su
lugar de trabajo ordinario. El lugar de destino no fue otro que un aula con
sillas, mesas y un encerado. La única tecnología que los acompañó durante ese
tiempo fueron…folios en blanco y lápices (sin olvidar la socorrida ayuda de la
goma de borrar). Por supuesto, decidí que, además, tenían que verse las caras. Quizás
esa fuera la oportunidad para sacarlos de su ensimismamiento y establecer en su cabeza un nuevo marco de
referencia en el que “los otros” empezaran a jugar un papel protagonista.
Las reacciones fueron de lo más
variadas. Hubo gente que protestó porque estos métodos le parecían del siglo
pasado (sic). La observación de las interacciones personales que se generaron
también arrojó luz sobre el grado de confluencia y afinidad. Esta se pudo
lograr en algunos casos, aunque no así en otros. Lo cierto es que entre ambos
tipos de comportamiento (no interacción personal, copiar sistemáticamente todo
y no crear) había un denominador común: el ordenador como órgano e Internet
como función.
Cabe preguntarse ¿pero las cosas
están “tan así”? No pretendo establecer una generalización totalizadora, pero
algo debe estar pasando cuando algunos hechos apuntan en tal sentido. Por
ejemplo, en el entorno de la industria, tenemos el clarificador ejemplo de Toyota. A estas alturas, nadie puede dudar del visionario papel
que en las últimas décadas ha jugado esta empresa. El sistema de producción
actual es en gran parte heredero de las aportaciones de sus ingenieros y
empleados. Pues bien, ha tomado decisiones que van en la línea de desandar el
camino. La empresa ha concluido que es el momento de volver a interferir en el
proceso de producción, interaccionar de nuevo con la tecnología, para, entre
otras cosas, determinar sus límites y ser capaz de romper con ellos. Y sin dejar
que ésta te domine.
La cuestión está en establecer cuánta
soberanía personal estamos dispuestos poner en manos de la tecnología. La
cuestión a lo mejor también radica en reconocer que un exceso de comodidad va
en contra del ingenio y la creatividad. Y que la dialéctica a establecer es con
el esfuerzo y las dificultades. Crear es un proceso arduo y de un gran desgaste
físico e intelectual. Y no puede estar basado en la mera repetición, en la
mímesis de lo ya existente. Crear es volver una y otra vez sobre lo configurado
y plasmado para seguir aproximándose (sin quizás nunca alcanzar) aquello que
estaba previamente ideado en nuestra mente. Crear es, en definitiva, romper con
la dependencia de campo e ir más allá de ella.
Recientemente vi un reportaje
del programa de TV “Comando actualidad” que abordaba, de forma resumida el
asunto de los negocios emergentes y los negocios en declive; de forma muy
gráfica “impresoras 3D vs videoclubes”. Una de las empresas visitadas era una
compañía (creo recordar que BQ)
dedicada al desarrollo de nuevos “gagdets” tecnológicos. Pues bien, en un
momento dado el responsable de I+D+i mostró a la periodista cual era su
artilugio favorito: un simple bloc de dibujante, en el que se veían esbozadas
las ideas en bruto y el concepto final. Sólo después entraban en escena las
máquinas. Meridiano ejemplo de qué lugar ocupa la tecnología… en el desarrollo
de artefactos de última generación.
En un más que interesante
artículo Nicholas
Carr era muy claro en este sentido. Merece la pena leer algunas de sus afirmaciones:
“Nos están robando el desarrollo de habilidades y talentos, que solo crecen
cuando luchamos duro por las cosas. El exceso de tecnología nos convierte en
espectadores en vez de actores. Numerosos estudios demuestran que implicarse en
la mejor forma de estar satisfecho con nuestro trabajo. Nos dicen que la
tecnología nos proporcionará mejores trabajos y hará nuestra vida mejor, pero
toda esa retórica solo esconde una realidad objetiva: que hace más y más ricos
a los millonarios de Silicon Valley”.
Ciertos teóricos, desde una
propuesta absolutamente radical y al margen de los cauces ordinarios del
discurso político (no hay ni un solo partido político que defienda tal
propuesta) sostienen que es mejor volver hacia atrás y regresar a un estadio de
desarrollo tecnológico más primitivo. Ahí tenemos, sin ir más lejos, las tesis
de Carlos Taibo. Es
sin duda una visión apocalíptica, y no es tan nueva como pueda parecer. A ella
ya aludía Marvin
Harris cuando hacía una crítica demoledora a los presupuestos ideológicos
de la new age contracultural.
La experiencia de compartir
conocimientos me parece fundamental en el aprendizaje adulto, si cabe más que
en el aprendizaje de niños y adolescentes. En ambos casos, se trata de
desarrollar habilidades de relación, eso que ahora llamaríamos competencias
relacionales; pero lo cierto es que éstas tienden –recalco la palabra
tendencia- a estar menos desarrolladas en los niños y adolescentes, por lo que
el énfasis en el sistema educativo ha de estar volcado hacia el desarrollo de
esas capacidades y habilidades. Sin embargo, en el aprendizaje adulto se hace
más relevante afrontar el desafío (y lo es, sin duda) de poner a prueba tus
ideas, tus propuestas, tus hipótesis frente a un grupo de personas con visiones
divergentes. Es un proceso fundamental para madurar (tú y tus ideas) y de
especial relevancia en situaciones en las que el
formador-entrenador-coach-mentor (por separado o combinadamente) está para
mediar y facilitar, estimulando procesos simétricos y no complementarios (es
decir, para que todo el mundo aprenda de todo el mundo y no solo de la supuesta
figura de autoridad).
El debate está servido. Un
reciente estudio de la Universidad de Oxford hablaba de más de un 40% de
puestos de trabajo que quedarán amortizados no más allá de 2025. Este es un
proceso que históricamente se reproduce cada cierto tiempo. Ahora bien, aquí
estamos hablando del papel que pasará a cumplir el ser humano (ya que, como
advierte Nicholas Carr, por primera vez la tecnología está en disposición de
hacerse con tareas y procesos que hasta hace poco se consideraban
exclusivamente humanos), y si éste rol será subsidiario de la tecnología o, por
el contrario, posibilitará seguir utilizando a ésta como una herramienta
a nuestro servicio.
Creo que el reto será moverse en
el filo que marca el límite entre la facilitación y la imposibilidad. Entre
hacer de la tecnología un factor de progreso o un factor de decadencia. Quizás,
en el futuro, se forme a especialistas que determinen cuánta dosis de
tecnología necesitamos en cada fase de los procesos para no vernos fagocitados
por ella.