F. Nietzsche
En el origen
de la vergüenza está, según muchos, el miedo a no ser merecedores de la
aprobación de los demás, simbólicamente representada por el espectro de su
mirada de en la conformación de nuestros actos. Sin embargo, a medida que nos
vamos abriendo paso en el ejercicio de nuestra libertad nos damos cuenta de que
dicha mirada realmente no existe. Hagas lo que hagas, digas lo que digas, y aún
simplemente no haciendo ni diciendo, concitas adhesiones y críticas. Ante esta
evidencia, ¿para qué preocuparse?
La
imperfección que nos empuja a buscar fuera de nosotros mismos aquello que nos
completa tiene pleno sentido antropológico y económico. Es la máxima expresión del
principio de la reciprocidad y del intercambio. Por el contrario, la perfección
nos aleja de cualquier búsqueda del “otro” y termina abocándonos a la muerte
personal y social. En definitiva, generar expectativas y favorecer el “si tú
entonces yo” es el principio económico que nos permite asegurar nuestra
“mantenencia”.
Hay también
detrás de la imperfección decisiones conscientes y racionales. Son las que
tienen que ver con el qué hacer con nuestro tiempo (el “lifetime” anglosajón).
El elegir nuestros intereses, aficiones e implicaciones nos lleva
indefectiblemente a descartar otras opciones y abandonar la posibilidad de
cualquier redondeo que nos haga “perfectos”. Elegimos ser imperfectos y es ahí
donde demostramos ser estrategas de nuestra propia vida. Abandonamos el mundo
de las posibilidades y nos adentramos en el escenario del posicionamiento
vital.
Ya hace
cierto tiempo Janis estudió el fenómeno de la conformación de opiniones en su
teoría del “pensamiento grupo” (groupthinking).
Una de sus conclusiones más curiosas es que los individuos que no se expresan
tienden a creer que los que tampoco lo hacen piensan de igual manera que el
líder informal. Lo verdaderamente sorprendente ocurre cuando el grupo se
sincera y descubre una inesperada y maravillosa disparidad de pareceres y
sensibilidades. Pero hasta ese momento, el imaginario “superyó” social ha
cumplido la función de policía de la mente, impidiendo que se aproveche el
enorme caudal de la discrepancia. Discrepancia que es expresión de las diversas
opciones “imperfectas” que representan cada uno de los miembros del grupo.
Lo cierto es
que hay un pudor casi innato a manifestar nuestra vulnerabilidad, como bien
apunta Brené Brown en su libro “Los dones de la imperfección”. En este sentido,
no podemos negar la influencia de las redes sociales, donde reina en ocasiones
un pacto implícito que nos empuja a dar una versión demasiado mercantilizada de
nosotros mismos. Muchos sienten la necesidad de “venderse”, pero adoptando
estereotipos socialmente aceptables. Esa es la gran trampa. Hay santones
hieráticos, de los que jamás ha salido una sola sonrisa, que reúnen a millones
de seguidores pendientes hasta del ritmo de su respiración. Atreverse a marcar
de verdad la diferencia, perder el miedo a un auténtico y honesto contraste de perspectivas
es fundamento de cualquier sinergia creadora.
Las
historias alegres y joviales y la plenitud compulsiva muchas veces esconden el
pudor de reconocer que somos lo que somos, y que nuestra vida es una amalgama
de claroscuros en la que cada experiencia adquiere un tono específico y
particular. El coaching “hace diferencia” en el enfoque, en la perspectiva, en
el sentido dado a todo ello, porque lo utiliza como un acicate para la mejora
(interminable).
Como decía
Jorge Bucay hay que descubrir un nuevo nivel de aspiración cada vez que una
meta se consolida en nuestra vida. En esta búsqueda interminable de nuestro cielo
particular subimos un nuevo peldaño en el crecimiento personal y mucho más
rápidamente de lo que pensamos nos encontramos con otra nueva cumbre en el
horizonte. El descanso que nos da el logro de lo anhelado es con frecuencia
mucho más breve de lo que nos gustaría. Sin embargo, es la imperfección el
factor que hace las veces de “pulsión” para seguir adelante en nuestro camino.
En Coaching se
habla de distintas estrategias de desarrollo y una de de ellas es trabajar aquellas habilidades que estén por debajo de
lo exigido por nuestro entorno o por nosotros mismos, es decir, centrándonos en
las carencias y déficits. Sin embargo, hay otra opción: buscar la
potenciación de aquellas competencias en las que se es bueno y llevarlas un
paso más allá, hacia el logro de una particular –e imperfecta- excelencia,
asumiendo en paralelo todo nuestro “debe”.
Como decía
Javier Marías en un reciente artículo, debemos recuperar el derecho a ser
subjetivos y políticamente incorrectos. Sólo desde ahí podremos introducir variantes
en la “verdad social” que abonen el camino para el progreso.
Aprendamos a
querer nuestra imperfección, y reivindicarla. No hay mejor prueba del amor que
debemos sentir hacia nosotros mismos.
Lucas Ricoy
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