Evangelio según San
Mateo
Son muchos los expertos del mundo del Management que han incidido de
forma reiterada en un valor-eje necesario para elevar resultados y competir con
garantías. No es otro que la CONFIANZA. Llevo mucho tiempo intuyendo que es el
valor básico por antonomasia, en el sentido literal del término “básico”.
Quizás la experiencia –creo que compartida por todos- de haber gestionado
situaciones en las que su ausencia ha traído catastróficas consecuencias para
las relaciones personales, me ha llevado a pensar que es el soporte en el que
se asienta todo lo demás (y entiendo por todo “lo demás” desde la armonía
familiar hasta el crecimiento económico).
Es de hecho un término clave para autores como Robert Cooper, que en 1997
realizó diversos estudios con líderes y organizaciones que lo llevaron a concluir
que la confianza es una de las fuerzas motrices de la ventaja competitiva:
“la inteligencia emocional es una ventaja
escondida (en las relaciones profesionales). Si somos capaces de gestionar el
soft _stuff, el hard _stuff (tecnologías, procesos, recursos materiales) se
ocupa de sí mismo. A lo largo de la historia de las organizaciones, el referido
soft _stuff (confianza, lealtad, comunicación y compromiso) ha dado
pruebas de su eficacia en la actuación en la innovación y en los beneficios
conseguidos por personas, equipos y empresas”.
A la vista de lo manifestado por Cooper (y otros, por cierto, como Tom
Peters, Edward Deming o el propio Steven Covey) parece evidente que la optimización
de todos estos “intangibles” es crítica para la mejora del desempeño en las
organizaciones.
¿Qué sentido tiene hablar de la confianza en términos de “valor”? Ciertamente
ésta podría ser considerada como un factor actitudinal, pero si entendemos valor
por “la utilidad o interés” que tiene para nosotros determinado estado de
cosas, una situación presidida por la confianza es lo suficientemente útil y de
interés (tal como nos lo confirman los autores citados, entre otros) como para
incluirla en nuestro listado de valores prioritarios.
Sin embargo, es cierto que la confianza es absolutamente quebradiza; se
constituye como una especie de capital inicial que está en directa relación con
el nivel de nuestras expectativas, pero tiende a evaporarse con enorme rapidez.
Restablecerla, todos los sabemos, requiere de tiempo y esfuerzo. Que otros
vuelvan a otorgar (nos) confianza puede necesitar de muchas pruebas
inequívocas. ¿De qué? Pues de todos aquellos comportamientos que para los demás
sean indicios contundentes de un proceder honesto, leal y eficiente (y cito
aquí los términos utilizados en la definición del diccionario de María
Moliner).
Ahora bien, y esta en la cuestión clave que trato de abordar, en el juego
de percepciones que preside las relaciones interpersonales, es probable que los
comportamientos merecedores de confianza acaben entrando en una suerte
–precisamente- de mercado de valores y desde una perspectiva –desde “un mapa
del territorio”- prejuiciosa y sesgada. Véase si no el típico síndrome del que
espera que las pifies de nuevo para reafirmarse en su categorización: “en este
tipo, ya te lo dije, no se puede confiar”. En esta dinámica, puede resultar
casi imposible volver a la situación inicial en la que las expectativas depositaron
un determinado caudal de confianza en el otro.
Todos estamos habituados a pasar por este tipo de circunstancias y, por
tanto, podemos considerarlas como punto de partida para abordar una estrategia de
cambio beneficioso, que es al final lo que le interesa al Coaching. En último
término nos encontramos una vez más ante la batalla de y por las creencias. Ellas
son las que fijan nuestra atención y determinan nuestro enfoque. Son ellas, por
ejemplo, las que deciden hasta cuándo estamos dispuestos a transigir con una
determinada marca, aunque nos falle y decepcione (tema, por cierto, analizado
en variadas ocasiones en el mundo del marketing). Si hacemos esto con ciertas
marcas, ¿por qué no hacerlo con las personas?
El enredo a resolver es, pues, cómo abordar dicho cambio (que valoro como beneficioso, por las razones
ya expuestas). En este sentido, cabría hacer varias consideraciones:
§
Desde la Psicología Cognitiva se viene
investigando desde hace tiempo sobre determinados tipos de pensamientos
distorsionadores (lo que Kahneman denomina “sesgos cognitivos”). Uno de ellos
es el “pensamiento clínico” –dentro de la categoría de sesgo de confirmación-, denominado
así precisamente por ser muy habitual en dichos ambientes profesionales. Muy
resumidamente, consiste en hacer un diagnóstico y apresurarse después en
encontrar las pruebas que lo avalen, desconsiderando los indicios que puedan
contradecirlo. Partiendo de esta evidencia científica (la de la existencia de
este tipo de sesgos) podría plantearse como tarea a un coachee (que admita
haber perdido la confianza en un colaborador, por ejemplo) el que adopte el
enfoque contrario y que apunte en un listado todos los indicios confirmatorios
de tal presupuesto. Si es honesto, quizás llegara a la conclusión de que dicho
listado es cuando menos tan abultado como el resultante del otro “apriorismo”.
§
Precisamente esta afirmación (la de que nos
puede salir dos listados igual de abultados, confiemos o desconfiemos) nos
remite directamente al concepto de “autoengaño funcional”: los observadores
somos “constructores” de la realidad, y podemos
utilizar cualquier pensamiento o engaño que nos permita ser operativos en
nuestro entorno. Es decir, podemos elegir entre utilizar filtros que nos ayuden
o que nos boicoteen. No entiendo en este sentido la pertinaz tendencia de
algunos –o muchos, no sé- a utilizar engaños disfuncionales como la
desconfianza, precisamente.
§
Además, en si misma, la idea de perder la
confianza en el otro parte de un supuesto egocéntrico. La de que el otro tiene
que comportarse conforme a nuestro propio esquema mental de lo deseable y
conveniente. ¿Y por qué habría de hacerlo? ¿Acaso nos deberíamos de aplicar
también a nosotros el dogma de la infalibilidad?
§
Estoy convencido de que en muchos casos la
falta de confianza es la proyección de la falta de autoconfianza. Pensemos,
aunque sea por un momento, en nosotros mismos, en circunstancias pasadas o
presentes donde nos falló. ¿Qué hacíamos, cómo nos relacionábamos con los demás?
Tal vez lleguemos a conclusiones muy interesantes.
Las expectativas positivas generan resultados positivos, a la altura del
recorrido del potencial ajeno. Y lo hacen porque generan comportamientos
favorecedores de tal posibilidad. Pero una vez más, está en nuestra soberana
libertad elegir el camino a recorrer.
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