miércoles, 9 de marzo de 2016

CONVERSACIONES EN LA CATEDRAL


De vez en cuando se producen en la Historia grandes “arreones” que dan una nueva dimensión al crecimiento de la conciencia y la dignidad humanas. Uno de ellos ocurrió a finales del siglo XII y principios del XIII (aunque venía “cociéndose” desde hacía décadas, por supuesto). Pacificado el Mediterráneo, asimilados y “civilizados” los normandos, contenidos los húngaros, Europa empezó a respirar de nuevo. Los caminos se abrieron, los burgueses comerciaron y las ciudades volvieron a recuperar el brillo perdido. Uno de los cambios más significativos surgió precisamente alrededor de las catedrales. Allí se reunían grupos de estudiantes para debatir las “quaestiones” tras haber leído uno de ellos la “lección” ante sus compañeros (esto lo hacía uno de los estudiantes, digo bien). Correspondía al “magister” o “doctor” (capacitado por tanto para la doc-encia) impartir la conclusión o reflexión final. Uno de los alumnos más aventajados tomaba nota de todo y escribía los apuntes de aquellas lecciones, que posteriormente eran transcritas en ejemplares que permanecían atados a los bancos de las bibliotecas (de aquellas catedrales) para que todos los estudiantes pudieran consultarlas, en igualdad de condiciones (aunque hubiera también la posibilidad de adquirirlos, una vez publicados por los editores del momento). Posteriormente, aquellos magister y doctores se “pondrían por su cuenta” (reuniendo a los estudiantes en sus propias casas) constituyendo el germen de las primeras universidades. 

Y es que hay lecciones de la Historia que no deberíamos de olvidar, porque son tan elocuentes que nos ponen frente a nuestros propios prejuicios e ignorancias. La primera de ellas tiene que ver con el eterno debate sobre el fundamento cristiano de lo “occidental”. Cada cual que “respire” por donde le venga en gana, pero es que no hay discusión posible. La cristiandad fue romanidad -y viceversa- a partir del siglo V (y es que desde el momento en que Constantino cogió las maletas para irse a…Constantinopla, aquí solo quedó la Iglesia para mantener ese edificio, sin el que es imposible entender lo que somos). 

Otra de esas “lecciones” está vinculada con la contumacia en buscar fórmulas “originales” y “modernas” para problemas eternos a los que ya hace tiempo se les dio solución (cuestión aparte es que por intereses políticos y económicos se dejaran de aplicar). Aquellos estudiantes “aprendían” y no se les “enseñaba”. El docente era un facilitador y un sintetizador, y actuaba desde una metodología moderadamente expositiva y altamente interrogativa, como medio para suscitar el debate y el intercambio de opiniones. Así es que era impensable que un estudiante se “recibiese” como “bachiller” sin saber leer (el que daba la lectio, que era un estudiante, se la tenía que preparar a fondo, y por tanto “leer” se conecta con “entender”, “interpretar”, “conectar” o “resumir”, entre otros conceptos), escribir (ellos mismos tomaban los “apuntes” para redactar los “ejemplares”) o hablar (en el sentido de ser capaz de argumentar y “disputar” con otros), ya que todo ello era el fundamento de la vida académica. O sea, igualico igualico que ahora. No sé qué se dirá en los congresos que en el futuro se lleven a cabo sobre educación, pero más o menos sé lo que se ha dicho hasta ahora (porque para eso tenemos Internet, tan valiosa cuando sabemos utilizarla) y cada vez estoy menos interesado por lo que allí se cuece, porque es un seguir dando vueltas y vueltas por temas ya trillados por gente tan grande como Michel de Montaigne, que dejó escrito lo suficiente como para que incluso la cabeza del político más obtuso quede lo suficientemente iluminada. Quizás, algún día, la noción de Bien Común (en su profundo sentido filosófico) se instaure en el debate político, y este mundo de la educación deje de ser campo abonado para disputas vinculadas a eso que alguien llamó en una ocasión la “lucha por la posesión del alma”.




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